domingo, 9 de octubre de 2011

Infidelidad e incoherencias

La Carta a Robinson Díaz fue una desafortunada intervención pública de Florence Thomas con la que terció en el escándalo por un affaire que el actor, casado con Adriana Arango, tuvo con Sara Corrales, justificando su aventura con el argumento que novelistas famosos ya demostraron que el amor es frágil y aventurero. La misiva, una verdadera Oda a la Infidelidad, es uno de los escritos más reveladores sobre la falta de pragmatismo, olfato político y sindéresis de esta influyente intelectual.

A Florence le faltó malicia y contacto con la realidad para entender que Colombia no es la Rive Gauche, ni siquiera la Zona G, y que un espaldarazo a la infidelidad en este país es más un apoyo a los hombres mujeriegos, que son muchos y causan estragos, que a las mujeres que ponen cuernos, que no son tantas. Con ese desafortunado mensaje no mostró ni una pizca de empatía o compasión por las dos mujeres afectadas por los cuernos de Robinson, Adriana la esposa y Sara la amante. Florence no chistó, sólo por defender unos principios seudo liberales flojos y, sobre todo, incoherentes con varias de sus tesis.
Para quienes nunca hayan oído las quejas de una esposa engañada, las declaraciones de Adriana Arango disipan cualquier duda. Ella recordó simplemente que ser víctima de una infidelidad es algo serio, y que duele. Sin duda hay relatos más devastadores. Si yo fuera amigo de Adriana, como lo soy de varias mujeres a quienes les han puesto los cuernos, jamás se me ocurriría llegar a hablarles, como hizo Florence en su carta, de lo lindo y poético que han escrito unos señores famosos sobre la gitanería del amor. El dilema frente a lo que se debe hacer en estos casos, sobre todo cuando hay hijos de por medio, es muy tenaz, como para que quien asume la vocería de todas las colombianas venga a disertar de manera tan superficial sobre la infidelidad. Y, encima, a favor de los que ponen los cuernos. Si Florence se hubiera molestado en esta oportunidad por defender a las mujeres afectadas por los machos, si se hubiera puesto un minuto en los zapatos de Adriana, o en la sudadera de Sara, no habría escrito esa Oda tan ligera.

Como bien lo recuerda ese incidente mítico que calló Florence, el drama de Medea, la esposa de Jasón que como respuesta a unos cuernos sacrificó a sus propios hijos, la infidelidad tiene mucho que ver con las dos más serias, tenaces, violentas y universales pasiones humanas: los celos y la venganza. De eso, tal vez más que de la faceta hedonista de la infidelidad, hablan mucho la poesía, la novela, el teatro, el cine, los chismes de barrio y los expedientes en las comisarías de familia. El impulso tan machista de los hombres por tener la propiedad sexual exclusiva de sus mujeres no es, como ingenuamente clama el feminismo, una especie de afición universal por la actividad política, un reflejo varonil de mandar porque sí. Es más bien una reacción instintiva y visceral a lo que atente contra la exclusividad sexual. Señalar eso no equivale a justificarlo, sino todo lo contrario: es algo tan profundo que toca trabajar con gran tenacidad para controlarlo. No es exagerado anotar que el milenario proceso de civilización de Occidente ha consistido básicamente en buscar dominar todas las pulsiones de ese complejo conjunto de emociones. Lo demás fueron arandelas.

En cualquier sociedad, en cualquier grupo humano, quien controla la venganza -lo que los juristas llaman el ius puniendi o derecho a castigar- es quien manda. De eso sobran ejemplos en Colombia. Uno de los primeros asuntos en la agenda del capo, el vengador más macho, es, precisamente, lidiar con las infidelidades dentro del grupo. Para que las peleas internas entre sus guerreros no afecten la lucha contra los enemigos. Hasta las FARC y la Mara Salvatrucha deben permanentemente controlar conflictos por infidelidades en sus filas. El lío monumental con ese poder es que una de las más apreciadas prerrogativas de estos soberanos primitivos es la de coleccionar féminas. Así lo recuerdan esos libros sobre violencia y romance colombianos que se venden en las esquinas. Lo que se logró en Occidente, con ayuda del desprestigiado cristianismo que condena la infidelidad, fue poner un poco de orden, con algo de democracia, en esos enredos tan arraigados y universales de celos, apropiación de mujeres y venganzas.
El tan temido patriarcado, eventual causa de muchos males contemporáneos, se puede leer en parte como la historia del control del adulterio. Fue alrededor de este esfuerzo que se consolidaron las diferencias normativas más monumentales entre hombres y mujeres. Y es por asuntos relacionados con la infidelidad que persisten en muchas partes del mundo las violaciones más aberrantes a los derechos de las mujeres.

Siempre es útil recordar a Medea, con sus celos y venganza femeninos. Dolores como el de Adriana dejan huella, son siempre problemáticos, y pueden llegar a ser muy violentos. Eso para no entrar en los de los machos. Nunca es prudente ignorarlos. El mundo no termina en la puerta de la idílica alcoba de unos amantes que leen a Balzac o a Flaubert.

No es congruente manifestar preocupación por la violencia contra las mujeres y, simultáneamente, abordar tan superficialmente el tema de la infidelidad. Alguna variante de los celos, producida por un incidente real o imaginario de cuernos, está detrás de un buen trozo de la violencia seria entre parejas, en Colombia, en cualquier parte del mundo y en todas las épocas. En un artículo en el que la preocupación fue impulsar otro punto de su agenda -el divorcio- Florence reconoce explícitamente este enredo. "Muchos de los homicidios de mujeres -o feminicidios- y la mayoría de las violencias intrafamiliares y conyugales se deben a los celos, a las venganzas y a las frustraciones amorosas".

También hay una gran inconsistencia en alarmarse por la extensión del SIDA, y su creciente peso sobre las mujeres, sin establecer el vínculo, que es directo, con la infidelidad. “El VIH-sida tiene hoy cara de mujer” anota Florence alarmada. Sin siquiera preguntarse si lo uno tiene algo que ver con lo otro.

La hipótesis central de Silvana Paternostro es que son algunos Robinsons los que infectan a sus fieles Adrianas, así de sencillo. "Podemos descubrir que somos seropositivas habiéndonos acostado con un sólo hombre ... En ciudad de México, Río de Janeiro y Bogotá conocí viudas jóvenes que se enteraron de que sus maridos tenían sida sólo después de sus muertes". El testimonio de una compatriota es transparente al respecto. "Me casé a los 18 años. No tuve otro novio distinto que el que fue mi esposo. Jamás se me hubiera ocurrido estar con otro hombre. Él nunca planificó, decía que esa era mi obligación que no podíamos tener más hijos. Tras 35 años de matrimonio vine a saber que yo tenía el VIH, eso fue después de la muerte de mi marido". De acuerdo con una enfermera bogotana entrevistada por Paternostro, cuando los maridos descubren que son seropositivos "ni siquiera les permiten ir solas al hospital". Se requiere demasiada dogmática para no reconocer allí el impacto devastador que puede tener la infidelidad masculina, sobre todo cuando es, como la colombiana, mucho mayor que la femenina. 

La perversa dinámica del contagio a las fieles esposas se inicia cuando ellos ya le tienen confianza a sus Saras y dejan de usar el condón. Y ese descuido no ocurre por hacerle caso al Papa, o a los obispos, como se señala a la ligera. Lo que pasa es que con el tiempo el incómodo ritual del caucho se vuelve indelicado y ofensivo entre amantes, como lo sería entre esposos. Uno se imagina mal a Adriana exigiéndole condón a Robinson. A algunas de las Saras, a su vez, las infectaron otros Robinsons, esos que después de alguna rumba se fueron para el burdel. O con algún travesti callejero. Y, bien borrachos, hasta pagaron extra porque no los molestaran con profilácticos ni carajadas. O, mejor aún, porque por asiduos habían sido promovidos de la categoría de cliente normal a la de cliente especial y a la de novio, que por supuesto ya es sin condón. Y esta otra zafada del preservativo, tampoco es culpa del Papa, ni del cura del barrio. Es también, como entre los amantes, el ritual de paso a la confianza y al verdadero romance, que a veces ronda los burdeles.

Ni siquiera la historia de las ideas feministas se escapa al impacto de la infidelidad. Bastante diferente habría resultado la visión de Simone de Beauvoir sobre el matrimonio burgués de no haber sido por los cuernos que su padre Georges le ponía a su madre Françoise primero con las esposas de sus amigos y luego con las prostitutas del Sphinx, un burdel parisino de esos años cruciales en los que la influyente pensadora, adolescente, trataba de entender su mundo.

Las visitas del padre de la gurú feminista a los burdeles ponen sobre el tapete el último enredo de la Oda a la Infidelidad. La incoherencia en este campo es tan notoria que se perfila como el gran talón de Aquiles de la agenda. Si Sara, la otra, hubiese sido no una compañera de trabajo sino una prepago o una masajista -escenario que tal vez habría afectado menos a Adriana- lo que la doctrina más novedosa indica, directly from Sweden, es que él debería acabar con cargos penales, por explotador. Cuesta creerlo, pero la misma persona que trivializa la infidelidad  sueña simultáneamente con que los clientes de la prostitución algún día acaben en la cárcel. Para ese debate, que se ve venir, dejarán de serle útiles las referencias a los novelistas famosos, visitantes asiduos de burdeles. No son pocas las peripecias mentales necesarias para afirmar que una mujer que lo da por negocio, y a la que le pagan por adelantado, necesita sin pedirla más protección del feminismo que aquellas amantes a las que unos vivos mantienen sexualmente disponibles por meses o por años a punta de promesas incumplidas. En el caso de marras el asunto quedó claro para Sara: se acabaron los polvos, se acabó su papel en Infraganti.

Fuera de una tía, esposa-Adriana eternamente engañada, uno de los personajes más patéticos de los escenarios que se discutían en mi casa fue precisamente la amante-Sara de un amigo de la familia que, siendo la alumna más brillante de su generación, le dedicó desde sus veintes todo su trabajo, todas sus energías, y toda su vida, soltera, a ese respetable señor a quien nunca llamó papito ni mijo, sino maestro. Él hubiera quedado feliz con la Oda de Florence, incluso para sus cuernos de segunda o tercera generación a sus discípulas.

Lo que ocurre es que como ese machacado discurso contra la infidelidad huele tanto a patriarcado y a iglesia, como suena tan poco progresista, pues no se puede ni siquiera mencionar. Pero si se rechaza, sería conveniente reemplazarlo por un alegato no contradictorio con las preocupaciones de muchas colombianas, o por lo menos internamente consistente. Y esa tarea no la ha hecho el flominismo, ni le queda nada fácil. Porque en aras de la coherencia habría que adaptar mejor el discurso al país real, empezar a establecer prioridades más acordes con las de las colombianas, y sacrificar algunos dogmas. En últimas, se entiende que con tanto complique haya sido tentador embriagarse con literatura varonil para regañar a Robinson por haberse dejado pillar.