lunes, 18 de abril de 2011

Las Susanitas sí existen


Desde mis primeras incursiones en la ardua y fascinante tarea de entender romances propios y ajenos -que por aquella época llamábamos manueliar, pues los contertulios fijos éramos Manuel y yo- establecimos una clasificación básica y elemental de las mujeres: las Susanitas y las Mafaldas. No fungíamos de sociólogos. Como simples bachilleres estábamos tan sólo preocupados por aprender algo del misterioso género femenino. Nunca tuvimos que sofisticar las definiciones. Las diferencias entre los dos grupos eran siempre tan palpables que no hizo falta hacerlo. No recuerdo ningún caso en el que estuviéramos en desacuerdo sobre esa clasificación inicial a partir de la cual empezaban conjeturas, predicciones, calificación de riesgos y diseño de estrategias para el flirteo.

Cuando viajé a Francia para estudiar, me encontré con la sorpresa de ser, en la residencia estudiantil, uno de los primíparos más experimentados sexualmente. Las largas manueliadas, mi aventura con una mujer casada y tres noviazgos previos me permitieron, sin buscarlo, convertirme en el colombien expert. Después de dos charlas informales pude transmitir a un auditorio ingenuo mi rudimentario conocimiento sobre las mujeres, que empezaba con la básica clasificación. Conviene aclarar que esto ocurría lejos de Paris, sus cafés y sus intelectuales. Muchos de mis compañeros eran hijos de campesinos, obreros o empleados de nivel medio. Eran tan atrasados que varios de ellos aún no habían utilizado un teléfono.

La teoría de las Mafaldas ganó popularidad gracias a Colette, una joven despampanante de primer año que no sólo era la mejor alumna de la promoción sino campeona de atletismo. El desequilibrio numérico por géneros en ese campus, del orden de cinco a uno, había llevado a que en dos semanas ella se emparejara con uno de los grandes, de último año, jugador estrella del equipo de basquet. Alguna noche de sábado, con unos vinos encima, dos de los compañeros de clase de Colette, que babeaban por ella, me preguntaron casi llorando si yo pensaba que era un buen polvo. Más por consolarlos que buscando transmitir algo sobre lo que yo no tenía ni la más remota idea, se me ocurrió decirles: “yo no creo, es muy cerebral, no deja de estudiar y pensar en cosas complicadas, no debe permitir que broten sus emociones. Es demasiado Mafalda. No, no debe ser un buen polvo", concluí. La audaz teoría se regó como pólvora, y se redujo a una frase corta a la que se aferraron todos esos jóvenes novillos. En menos de un año se convirtió en un recurso aplicable a cualquier mujer inalcanzable. No vale la pena, se decía, “elle est trop Mafalde”.


Por esa misma época, hice con tres amigos un viaje a España. Fue allí donde la clasificación elemental de las mujeres se consolidó. Lejos de Madrid o Barcelona, en los pueblitos del Pirineo aragonés, España era entonces, todavía bajo Franco, un paraíso de Susanitas. Simpáticas, habladoras, graciosas, coquetas, soñadoras, cariñosas, fascinadas con nuestras ruanas y acento, más preocupadas por la marcha que por el estudio, no sólo bailaban con garbo cualquier noche en la discoteca sino que cantaban palmoteando y volvían a bailar a las 10 de la mañana en la plaza, al frente de la Iglesia. Todas tenían, y hablaban de eso con picardía, un baúl en el que iban metiendo sus manteles, colchas, porcelanas y cositas para cuando se casaran. Ningún romance cuajó en ese corto viaje. Pero al volver a estudiar con esas Mafaldas francesas, serias, aburridas e inaccesibles, si acaso ennoviadas con los mayores, nos quedó a todos la imborrable impresión de que este mundo sería verdaderamente insoportable sin Susanitas. Creo que a esas alturas, hasta yo me había comido el cuento de las mujeres trop Mafaldes.

De regreso a Bogotá, en la universidad, salí con la primera Mafalda dura de mi vida, una estudiante de sociología. El flirteo fue con poca amistad, y con nada de cariño. Charlas profundas y palo escueto. “Si usted no me lo da a la cuarta salida, es porque en realidad es una inmadura”. Sigo sin entender como fue que semejante estrategia tan burda y poco cortés funcionó.

No creo que haya sido casualidad, sino un proceso inconsciente de tanteo y error, lo que llevó a que, entre mis novias, hubiera siempre una participación equilibrada de Ss y Ms. Además, venían intercaladas. Rara vez una S o M sucedió a otra de su misma categoría. Había que alternar. También tuve la fortuna de ser novio de la S más S y, después, de la M más M en varios kilómetros a la redonda. Eran tan, pero tan diferentes, que cuando fui a presentarle la mega M a la mega S, ya ex novia y casada, tuve temor por lo difícil que sería que congeniaran. Aún no salgo de mi asombro al constatar que, durante treinta años, han sido no amigas, sino verdaderas amigotas, a pesar de haberse consolidado cada una en su categoría. Eso habla muy bien de las dos, que supieron identificar y sacarle el jugo a sus respectivas fortalezas y carencias.

Luego de un noviazgo serio trunco por la magna mafaldada –el master en el exterior- y de un primer matrimonio fracasado por ibidem, acabé casado con Majo, ni M ni S. Hoy en día, aún le queda difícil autoclasificarse. Ha llegado a la conclusión de que lo mejor es aprovechar una potencia del español: distinguir el ser del estar. Así le ha resultado más fácil. “Estuve Susanita cuando niña pues en ninguna sesión de juegos tenía menos de cinco embarazos. Pero también mafaldeaba a ratos como banquera y locutora. En el colegio y la universidad estuve bien Mafalda. Tenía la convicción de que sacar buenas notas era suficiente para encontrar un novio. Recién graduada mafaldié duro en el sector financiero, en una mesa de dinero, adrenalina pura. Con la llegada de los hijos me puse Susanita. Me negué a dejarlos más de media jornada. Quise disfrutarlos y no me arrepiento”.

Como si lo anterior fuera poco terreno para la reflexión sobre esta división elemental, luego de una hija mayor Mafalda pura cepa, nos llegó una Susanita tan nítida, tan intensa, que desde la misma sala de partos lo hizo evidente. Con esa experiencia tan cercana, que merece un capítulo aparte, me torné aún más escéptico con el cuento tan trillado de que la mujer no nace sino que se hace.

Desde que me empecé a interesar por los escritos floministas, me chocó que dejaran por fuera lo que para mí era algo cercano al 50% de las mujeres. No es que las critiquen, es peor. Las tratan como a los dinosaurios, una especie extinguida. Las consideran algo superado. Esa ceguera es además contradictoria con la omnipresencia del patriarcado, sobre la cual no cesan de machacar, y que reforzaría precisamente el susanitismo. Si persiste el patriarcado, como insisten, lo que debe haber son montones de Susanitas. Si ya no existieran, como pretenden hacernos creer al ignorarlas, eso significaría que se ganó la lucha contra el machismo. Entonces deberíamos celebrar.


Sigo sin entender por qué no se habla de las cuitas de todas las Susanitas, las mujeres comunes y corrientes, ricas, acomodadas o pobres pero no siempre víctimas, que todos vemos a nuestro alrededor. Ese desconocimiento tan flagrante está en el origen de mi escepticismo con el flominismo. En esa dimensión, me parece aún más dogmático que la religión, o el marxismo, puesto que ignora a las que pretende salvar. Sólo las utilizan en situaciones extremas, trágicas. Como Susanita, tan normal, no sirve para el drama entonces la ignoran. Es como si la izquierda dejara de hablar de los marginados, o los curas de los pecadores, para ocuparse sólo de los criminales.

Un escrito revelador de la antipática manía de ignorar al grueso de las mujeres es un artículo de Florence Thomas en el que alaba a Mafalda, a Aleida y a Magola. Punto. A Susanita ni la menciona. La ignora, la blanquea. Florence únicamente se ha dignado hablar de Susanita, para criticarla a la carrera, en una entrevista en la que le impusieron tan aburrido tema. Y no es la única. No recuerdo, ni he encontrado, ninguna columnista hablando de Susanita. Como tampoco suelen hablar de la mujer colombiana normal, hogareña, de clase media, a la que no le pegan, que quiere al marido y a sus hijos y, encima, vive contenta. Para más de trescientas menciones de Mafalda en el archivo de El Tiempo, Susanita no llega a las treinta. Además, no tiene entidad propia. Es como las señoras de antes, casada con un hombre serio y de apellido raro: Susanita de Mafalda. Para la intelectual, “tan sensible y perceptiva al contexto sociopolítico” sólo alabanzas, elogio y aprobación. Para la casera, desprecio e insultos. Una psiquiatra nos habla de la Susanita depresiva. Otros la tratan de frívola, superficial, egoista, sin conciencia social, arribista, desinteresada por la política, poco brillante. O sea, como la mayor parte del resto de nosotros. Nada digno de adoptar como modelo para alguna utopía. Nada que permita derrumbar “mitos ancestrales sobre la Creación y las relaciones de poder”.


Resulta irónico que el mismo Quino, padre de las dos, cuente que para Mafalda se inspiró en la pequeña Lulú, una gringuita histérica, y que Susanita fue simplemente “uno de tantos ejemplos de niñas de familia media”. O sea que la heroína es importada y la vilipendiada es la autóctona. La indiferencia de Florence por las mujeres que no comparten su lucha, incluso en las caricaturas, es tan evidente que en su revisión pasó por alto personajes memorables, como Maitena que a veces está Mafalda, pero a veces está bien Susanita.

Con esos antecedentes, había que decirlo, enfáticamente: las Susanitas también existen. La sorpresa es que, además, son muchas. En efecto, lo más extraño de este silencio, y un buen indicio de falta de astucia política, es que las Susanitas son mayoría entre las mujeres colombianas. Con una de las preguntas del capítulo nacional de la Encuesta Mundial de Valores -que serviría de examen rápido de admisión al susanitismo- es posible corroborar esta observación. Comparando tan sólo las más intensas -las mujeres que están muy de acuerdo con que es bueno ser ama de casa- lo que se observa es que las Susanitas doblan en número a las Mafaldas. También es interesante observar que, como doctrina, el susanitismo tiene más seguidores hombres que el mafaldismo. O sea que el cuento, inventado por los intelectuales, de que las Susanitas se quedan solteronas es otro mito. No vale la pena extenderse en esos detalles por el momento. Con esa misma encuesta se puede construir un indicador más sofisticado que dará algunas luces, y sorpresas, sobre las S y M colombianas.


Las Susanitas no sólo son superiores en número. En capacidad de reclutamiento, también compiten bien con el mafaldismo. Sobre eso valdrá la pena hacer un examen detenido. Por ahora, vale la pena simplemente mencionar que así como existen mujeres que luego de varios años de Susanitas deciden reeducarse, reentrenarse y reciclarse, para mafaldiar, también hay ejemplos de movimiento en la otra vía. Mujeres profesionales exitosas que, en el pico de su carrera, sin que nada las obligue, simplemente se aburren del trancón, de la oficina, del agite, y buscan refugiarse en la tranquilidad de sus hogares y sus familias. No para quejarse, sino simplemente para disfrutar del ocio, estar cerca de sus hijos, y dedicarse a prácticas más gratificantes que el 9 a 5 tan absurdamente idealizado. Nadie imagina, por ejemplo, que el portafolio de donde tomé algunas ilustraciones para este artículo surgió de la decisión de una Mafalda brillante que sencillamente no le dio la gana ser ministra, o congresista o gerente de multinacional.


La historia de Gabriela también es ilustrativa. Rodeada de hermanas Mafaldas, todas profesionales sobresalientes, alumna cum laude, ingeniera cinco estrellas, empleada top de una importante firma constructura, un buen día simplemente se aburrió. Quería más tiempo para ella. La sorpresa y angustia de sus jefes fue tal que inmediatamente le propusieron convertirla en socia. Su papá, también ingeniero reputado, ofreció en vano financiarle la compra de esa oportunidad única en la vida, la que no deja dormir a muchos ejecutivos. Le importó un comino el ascenso. Cual plácida Susanita volvió al hogar, a sus hijas, a perfeccionar sus habilidades culinarias y a viajar.

Por todas estas razones que se podrían reducir a dos contundentes -una aritmética y otra conceptual- propongo que la categoría analítica de las mujeres se divida en las Susanitas y las Mafaldas. Con ambos personajes en cada extremo de una escala continua, las combinaciones de estas dos caricaturas, ayudarían a entender mejor las cuitas de muchas más mujeres, sin complicar inoficiosamente la clasificación. Para Manuel y para mí, hace varias décadas, esta clasificación fue útil para el flirteo. Con mi esposa, encontramos que la extensión ha sido una herramienta invaluable para la tarea de entender y educar a los hijos. Para los hombres, aún no he encontrado una propuesta tan simple y poderosa. Se podría empezar por algo como los caseros y los callejeros. Esa propuesta, sin embargo, no llega lejos. En el fondo, la caricatura básica y universal ya está, es la que tienen las feministas en todas partes y desde hace más de un siglo. Es la misma que inmortalizó Wolinski justo después de 1968: "ellos no piensan sino en eso". Lo que faltaría es dejar de colgarle tanta arandela negativa, y no tenernos tanta rabia sólo por eso.