lunes, 18 de abril de 2011

Se añoran las hijas que casi tuvo Simone de Beauvoir

Por Mauricio Rubio

Aún no entiendo del todo las razones por las que Simone de Beauvoir, una de las personas más influyentes del feminismo, no tuvo hijos, con su colega Jean Paul Sartre o con cualquiera de sus varios amantes. Algún biólogo desalmado sugeriría que con el de toda la vida fue cuestión de feromonas. Sartre no pasó el examen de química. Puede ser, pero también cabe una intuición machista: él debió jugar un papel determinante en esa decisión. Era obvio que a los 21 años, cuando Sartre le propuso matrimonio ella se negara rotundamente. El pedante intelectual reviró proponiendo un Pacto de Polifidelidad, basado en la teoría de los amores contingentes, que ella aceptó y él posteriormente manipuló a su antojo. Años después, cuando ella tuvo buenas oportunidades para tener hijos, estuvo perdidamente enamorada y correspondida, Sartre se interpuso, aferrándose a ese insólito contrato. La palabra pacto es tan aplicable a esa relación como a los discursos pueblerinos de los manzanillos, palabra que sí. Ambos manejaron ese peculiar acuerdo con la severidad con que los carpinteros bogotanos tratan los plazos de entrega. La cláusula relativa a los hijos, sin embargo, a pesar de haber estado a punto de romperla, ella la cumplió. Sartre no. A los 60 años terminó adoptando a su amante argelina, de 25, Arlette El Kaim. Para Simone, ya menopáusica, era demasiado tarde. El conejo sartriano fue para ella un duro golpe. Y al haberse preocupado tanto por editar y criticar y corregir y apoyar y aguantar a Sartre, descuidó los asuntos banales de patrimonio y abogados, y tuvo que luchar hasta su muerte contra esa editora con garras, entre viuda e hijastra de su amado, que tenía la edad de las que hubieran podido ser sus hijas.


De lo que se puede estar algo seguro, a pesar de ser una simple ejercicio tipo what if, es que de haber tenido familia la Beauvoir, el mundo y Colombia se habrían librado de ese bodrio que es El Segundo Sexo, su libro más conocido. Hacer una crítica de ese pesado ladrillo sería un ejercicio redundante. Más ilustrativa puede resultar una breve referencia a la trastienda de ese opus, al agitado ambiente bajo el cual surgió. Como tantas obras de ficción, el famoso libro estuvo inspirado por los dilemas, y fue escrito como secuela, de una trágica historia de amor. No se entiende por qué el novelón materia prima para una de las biblias del feminismo no ha tenido mayor difusión. Esto hubiera ayudado a que las jóvenes intelectuales, aún sin prole, lo leyeran con algo de escepticismo.

La Beauvoir hablando de maternidad es algo tan insólito como los curas pontificando sobre sexo. Un sólo polvo de los curas, como un sólo hijo de la Beauvoir, bastarían para alterar la visión idealista y desenfocada sobre eso tan peculiar que jamás experimentaron.

Es por eso que se añoran unas hijas de Simone de Beauvoir. Le hubieran puesto un polo a tierra a su discurso. Yo me hubiera transado con un pequeño, tal vez feo, Yon Polcito. Más contundente, por supuesto, habría sido una hermosa y brillante Simonette, que a los cuatro años llegara a casa a decir que quiere ponerse bien linda para su nuevo amoureux, el cafrecito de la clase. El no va más habría sido que a la Beauvoir le hubieran tocado, como a mí, dos hijas polos opuestos desde la cuna: una con vocación por los libros y el origen del mundo, otra más pragmática y con ganas no negociables, grabadas en ROM, de tener hijos. Con ese par de arandelas, Simone ni se hubiera molestado en disertar con rabia e ignorancia sobre todos los hombres que, en promedio, somos menos déspotas y manipuladores que el filósofo -que ella sabía mediocre y acomplejado- con el que se encartó toda su vida. Y quien, insisto en mi prejuicio machista, fue defintivo para que ella no tuviera prole.

Las críticas más devastadoras, a la vez informadas, al El Segundo Sexo las hizo Nelson Algren, un intelectual con quien la Beauvoir mantuvo "un apasionado romance varias veces" que se inició en Chicago. Algren no salía de su asombro preguntándose cómo era que su ex amante había podido brincar tan tranquilamente del terreno personal a la filosofía del género. Para este conocedor de Simone, con quien quiso tener hijos y estuvo a punto de lograrlo, el libro era “esencialmente un testimonio de clase media, tan sesgado por su contenido autobiográfico que es posible que los problemas individuales de la misma autora hayan ganado una importancia exagerada en su reflexión sobre la feminidad”.


El romance de la Beauvoir con Algren había surgido en parte como represalia al affaire de Sartre con Dolores Vanetti Ehreinreich, una mujer siete años menor que él que lo enamoró de manera tan contundente que le impidió trabajar por un tiempo. Además, era la primera de las amantes del filósofo que no estaba dispuesta a compartirlo con Simone. El enamoradizo intelectual le comunicó a su Castor que amaba a Dolores y que pasaría con ella varios meses al año. Cual quinceañera ingenua, Simone le lanzó a su astuto macho la pregunta ancestral: ¿ella o yo? La ambigüedad de la respuesta de Sartre no sorprende. Dolores era muy importante, pero él también estaba con ella, con Simone. Es probable que Diego Cigala -el cantaó de Corazón Loco, himno oficial de quienes aman a dos a la vez- se haya inspirado en el ingenio y la profundidad de la respuesta sartriana. Con música o sin música, Jean Paul le dijo a Simone que en realidad la quería a ella, o a la otra, o a las dos, o todo lo contrario.


Después de tan nítido recorderis de su naturaleza masculina, Sartre quiso ratificar su poder de dominación sobre Simone. Le pidió que fuera a visitarlos, a él y a Dolores. Simplemente para darle gusto a su hombre, Simone viajó a Nueva York a conocer a su rival, a la otra, o la principal, ni idea. Lo único que atinó a decirle, casi maternalmente, fue que Dolores bebía mucho. Fue entonces que Simone conoció en Chicago a Algren. Justo después del fallido intento de Sartre porque la una y la otra fueran amigas, o amantes, como era la tradición en esa pareja. Lo de Algren fue amor a primera vista, un flechazo devastador, casi de adolescentes, sin vericuetos intelectuales. Se acostaron el día que se conocieron y, a pesar de su fluidez sexual, fue la primera vez que la Beauvoir tuvo un orgasmo con un hombre.

Las presiones casi obvias, predecibles e intrascendentales de Algren sobre la Beauvoir no se hicieron esperar. Aunque vivían juntos cuando ella iba a los EEUU, actuaban como novios en Paris e hicieron algún viaje a Latinoamérica como pareja, cual enamorado del montón, y como trámite banal en un noviazgo serio, él le pedía que se casaran y tuvieran hijos. También, solicitud de caja menor por lo trivial, le insistía que terminara su tortuosa relación con Sartre. La Beauvoir, enamorada de Algren pero también misteriosamente dependiente de Sartre, lo estimulaba a tener más amantes, o a casarse con otra. Pero a la vez le pedía que se convirtiera en su segundo amor esencial, como lo era Sartre, que significaba todo, bueno casi todo, para ella. Tan normalito como Dolores, Algren no quiso transigir. Luego de un affaire de Simone con Claude Lanzmann, un reportero 17 años menor que ella, con quien convivió conservando tanto a Sartre como a su hombre cocodrilo -así llamaba a Algren- recibió un ultimatum de este último. Sin asimilar el sofisticado rollo de los amores esenciales que se mezclan con los contingentes, le insistió a Simone que a eso del ménage a trois, o cuatro o cinco, él no se le medía, que ella tendría que escoger.


Ella terminó escogiendo a Sartre. O, visto como machista, no se pudo liberar del yugo del filósofo. Mantuvo con Algren por algún tiempo una apasionada correspondencia. Terminaba sus cartas con “mi esposo amado” o “tu mujer para siempre”. A pesar de su infinito amor, no pudo zafarse del más manipulador, con la manida disculpa de que era el que más la necesitaba. “Si yo pudiera renunciar a mi vida con Sartre, sería una criatura vil, una traidora, una egoísta …. No podría amarte más, desearte más, no podrías hacerme más falta … pero Sartre me necesita”.

Cartas similares a esa debe haber muchas en los juzgados de familia, escritas por mujeres enfrentadas al dilema de los hombres tan extraños que nos maltratan mientras los consolamos pues no pueden vivir sin nosotras. Haciendo caso omiso del oficio de los personajes, el escenario es similar al de La Buena Estrella, de Ricardo Franco, película en la que la protagonista, a pesar de ya estar organizada y tranquila con un hombre que la recoge y adopta a su hija, no logra deshacerse del amor visceral por un crápula que aquí, por fortuna, no está camuflado de intelectual.

Rara vez las mujeres víctimas de eso que sufrió la Beauvoir con Sartre -y que hoy cualquier ONG pro mujeres no dudaría en calificar de violencia psicológica- salen a escribir tratados sobre las profundas raíces históricas, culturales y religiosas que configuraron esos monstruos. Se puede sospechar que la menor vocación para la lucha se debe a que con frecuencia tienen hijos de esos desgraciados que las hacen sufrir. El caso de Simone es tal vez más patético. Los orgasmos, la placidez y la tranquilidad de espíritu estaban en Chicago, con un hombre que la respetaba más y la ataba menos que Sartre. Bastaba irse con Nelson Algren, tener una par de niñas, liberarse al fin de ese guache y mujeriego parisino, y dar clases de literatura o existencialismo o algo como “cuestiones de género no resentido”. Por eso se añoran unas hijas de Simone. Más saludable para todos hubiera sido una dependencia hormonal, natural y universal con unos hijos, que ese excepcional sometimiento intelectual a un tipo que, además, nunca le dio la talla.

“Fue la perplejidad en cuanto a la naturaleza de sus relaciones con Sartre y Algren lo que inspiró a Simone su decisión de explorar la esencia de la condición femenina, para poder comprender su propia condición. De allí resultó El Segundo Sexo, un estudio clásico de las mujeres a través de su biología, su historia, sus mitos y su realidad cotidiana”. Un detalle revelador sobre el estatus ante Sartre del faro intelectual de muchas mujeres, del paradigma de la liberación, es que Elizabeth Abbott, la historiadora feminista de quien extraje esta historia, así como el último comentario, se hubiera decidido a colocarla en un libro sobre las amantes, las otras, las que no coronan con los hombres y no encuentran sosiego.

La vida íntima de Simone de Beauvoir, y su estrambótica relación de pareja con Sartre tuvo otra faceta, esa sí tenaz no sólo para ella sino para terceras personas. Con repetidos deslices que hoy la meterían en serios problemas legales en cualquier centro educativo del mundo, atentó contra los derechos sexuales de sus alumnas, a las que seducía para compartir en la cama con el filósofo. Aquí se puede hacer un paralelo con una crítica que Carolina Sanín le hizo al director de SoHo por ser también columnista de opinión. Existe una contradicción en el hecho de que alguien dedicado a la explotación del cuerpo femenino de sus alumnas, como Simone de Beauvoir, escriba un libro en el que pretenda sensibilizar a las mujeres sobre su sometimiento.



Es lamentable, y de una gran torpeza política, insistir en que uno de los “pilares teóricos” de la búsqueda de la igualdad de géneros en el país siga siendo el libro resentido de una brillante pero patética francesa que al escribir tratando de hacer generalizaciones lo que hacía era proyectar sus angustias amorosas, presionada por un intelectual tan machista como cualquier mafioso colombiano, y de cuyo influjo nunca logró liberarse. Ni siquiera para tener hijos, y entender bien esa faceta clave de ser mujer.



Referencias