domingo, 23 de octubre de 2011

La sentencia C355 y las abortantes insumisas del misoprostol

Publicado en La Silla Vacía, Octubre 24 de 2011

Brasilia fue concebida como la ciudad del futuro, la realización de la utopía. El primer desfase entre proyecto y realidad fue la masa de obreros que llegó para la construcción. Se esperaba que los llamados candangos volvieran a sus lugares de origen. Pero se instalaron alrededor de la megaobra demandando servicios y títulos de propiedad. En 1980, el 75% de la población de la metrópolis perfecta vivía en asentamientos que no habían sido planeados.

Los antiguos ingenieros de sistemas -la generación IBM 370- siempre pregonaron que la informática pasaba por el centro de cómputo. Fueron arrollados por la tecnología que despreciaban: los micros, el ratón y Steve Jobs. El puntillazo final fue Linux. Nadie previó que un sistema operacional pudiera salir del trabajo parcial de miles de usuarios conectados por Internet. Eso logró Linus Torvalds al revolucionar la forma de hacer programas. Un texto en  la red ilustra las dos estrategias de desarrollo de software -la programación estructurada y la arquitectura abierta- con una metáfora poderosa, La Catedral y el Bazarque  sirve para Brasilia e incluso para el aborto en Colombia. Distingue dos formas de ver el mundo y resolver problemas: desde arriba, con un sínodo de cardenales, expertos, ilustrados, deductivos y perfeccionistas. O desde abajo, con enfoque bazar, informal, descentralizado, artesanal, intuitivo, observador, modesto, astuto y adaptado al entorno.

La sentencia C355 sobre aborto es catedral. No surgió, de las bases, de la tutela, sino de un sofisticado ejercicio académico. El trabajo previo amerita un Cum Laude, ha generado trascendentales debates, se considera un gran avance legal, pero su impacto real ha sido nimio, tal vez contraproducente.

El misoprostol está revolcando el aborto, como los candangos Brasilia y Linux la programación estructurada. La historia del uso de este fármaco, típico bazar, refleja la astucia de las latinoamericanas para apropiarse de sus derechos reproductivos sin intermediarios, ni doctrinas, ni jueces, ni protectoras ilustradas, ni recursos oficiales. También muestra cómo legislaciones represivas y caducas se vuelven tigres de papel.

Hace unos 20 años, fueron las mismas mujeres, brasileras, quienes descubrieron el aborto con este fármaco que se vendía como medicamento para la gastritis. Se recomendaba no tomarlo esperando, pues podía causar aborto espontáneo. Las que se vieron enfrentadas al embarazo y a la ilegalidad, lo utilizaron como no tocaba: para inducir abortos. Físicamente, el efecto es similar a una pérdida espontánea, con el mismo riesgo para la salud. Con misoprostol por vía oral sublingual, nadie puede saber que el aborto es artificialmente espontáneo. Así, tras su IVE casera, las mujeres pueden acudir a los servicios de salud. La verdadera revolución fue deshacerse de las redes clandestinas del aborto y, también, de las intelectuales dogmáticas que señalan cómo deben hacerse las cosas. Quedó patas arriba el discurso del peligro mortal de la clandestinidad, tan apreciado por quienes promueven la legalización como bandera política.

Desde entonces ha habido más investigación y mejoras al misoprostol. En la actualidad para la OMS es un medicamento esencial. No sólo por anti-gástrico sino por su eficacia contra la hemorragia post-parto, causa líder de mortalidad materna. Con precio muy inferior al de otros abortivos (U$ 20), es estable a temperatura ambiente. Se almacena en una repisa. No hay chance que ante la comunidad internacional que la adopta, las cavernas locales, con fronteras porosas, vayan a declarar otra guerra contra una droga maldita.

Su estirpe informal y tercermundista ha hecho que en España, con IVE legal disponible, el aborto casero sea “el método más popular entre las inmigrantes suramericanas ... Se calcula que cada mes, alrededor de 1.000 mujeres, sobre todo brasileñas, colombianas y ecuatorianas interrumpen su embarazo en las primeras semanas introduciéndose en la vagina varias pastillas de misoprostol”. Aparecen nuevos lemas: “aborto, más información, menos riesgos”, o “essa hipocrisia dá hemorragia”. Un barco viaja por el mundo suministrando la pepa fuera de las aguas territoriales. Un médico abortista español reconoce que ya su papel es secundario. Lesbianas y Feministas argentinas muestran “cómo hacerse un aborto con pastillas”. La esencia de la actividad cambió. Parteras clandestinas y agoreras ilustradas se quedan sin oficio.
Mientras esto pasa en el mundo, en Colombia se nos dice que nada ha cambiado. Cardenales tradicionales o laicos no cesan de alarmar a las usuarias con el pecado o la cárcel. Las feministas hacen el juego anunciando peligro de muerte. Insisten que la vía del futuro es la jurisprudencia de las tres excepciones. A pesar de que, cual camino colonial para tractomulas, la C355 no cubre ni al 0.2% de las abortantes y sufre sabotajes. Al bazar del lado, acuden cada vez más mujeres. La acogida del misoprostol es indudable. Se estima que la mitad de los abortos en Colombia ya se hacen así. Y la tecnología  se propaga sólida e informalmente, como el bazar.

Desde la cúpula se anuncian conspiraciones o catástrofes sociales, legales y políticas. Se alista la retórica pro y contra el plan B, la objeción de conciencia. Abajo, para la mayoría de abortantes los objetores y el debate son irrelevantes. No llegan al sistema de salud a que les practiquen una IVE excepcional sino a exigir que les controlen el sangrado de la que se hicieron en su casa. A ellas esto tampoco les debe importar, pero hay que reconocerles que desde el bazar están revolcando, técnica y legalmente, el aborto. Larga vida sin complicaciones a las insumisas del misoprostol.


martes, 18 de octubre de 2011

Ya no lavo calzoncillos

El debate sobre el matrimonio en los medios colombianos ha ido directo al grano. Es un grano peculiar, dos veces in: íntimo e informado. Agudo y pertinente, no deja dudas sobre las prioridades en la agenda de reformas para mejorar la situación de la mujer.

"No nos digamos mentiras, el matrimonio es fatal, quedó mal inventado … Día a día, poco a poco, el matrimonio se va convirtiendo en una jaula … Por fortuna, el hombre que quiero y que también comparte la filosofía del 'mejor juntos pero no revueltos', lava -mejor dicho, le lavan- los calzoncillos en su propia casa".

"Ya puede hablarse de una generación de mujeres que les temen a los compromisos profundos; mejor dicho, con ellas no es eso de casarse, de tener hijos, de aguantarse a las cuñadas y a la suegra en almuerzos dominicales y mucho menos lavarles los calzoncillos a un señor, a cambio de un programado polvo semanal".

"Veo hombres que no saben llorar y que no pueden contarle un cuento a un niño; hombres que cuentan chistes sexistas y que se tratan de maricas todo el día; hombres incapaces de lavar un calzoncillo".

El meollo de la discusión es un trueque injusto, y en una sola vía: tú me lo das, tú me los lavas. El mensaje es claro: la compañía permanente de un hombre no vale unos calzoncillos sucios. Y la moraleja es obvia: no te dejes, porque además de ser su esclava sexual, te caerá la doble jornada. El amor es peregrino, no te cases, y si ya cometiste el error, sepárate que esa vida si es chévere. Para corroborarlo, se ha recurrido incluso al testimonio de una misteriosa ejecutiva japonesa Misa Miyatake que a sus 36 rechazaba todos los hombres que conocía. No soportaba la idea de lavar calzoncillos y tener sexo con ellos por el resto de su vida.

Un sólo representante de los colinchados, por desgracia fallecido, ha entendido la magnitud de la desventura doméstica. "No hay nada más espantoso que refregar ollas, limpiar baños y lavar los calzoncillos ajenos". La aversión a la descomunal tarea es tal que sólo en condiciones extremas y bajo estrecha vigilancia, de los compañeros del ELN, parecen los varones colombianos dispuestos a asumirla.

Ante este flagelo en el hogar, no es fácil entender por qué tantas colombianas manifiestan, en la Encuesta Colombiana de Valores, sentirse muy felices con sus vidas. No sólo son mayoría, sino que sobrepasan a los hombres, quienes con esa lavaganga mostramos ser, encima, desagradecidos. Si no sabemos llorar, por lo menos deberíamos sentirnos más felices que ellas con todo ese patriarcado a nuestro alrededor.

No siempre las opiniones femeninas escépticas con el matrimonio se basan en tan íntimos menesteres, ni pretenden hacer generalizaciones que parecen salir de un electrodoméstico. "Como quiero que mi estado permanente sea el de solterota, como observo que las solteras heterosexuales que pasan de cierta edad sufren en este país casi tanta discriminación como las y los homosexuales, y como el matrimonio heterosexual ya resulta lo suficientemente gay para mi gusto, no ha estado entre mis prioridades la defensa del matrimonio entre personas del mismo sexo".

Carolina Sanín atinó en dos puntos. Según la misma encuesta, las solterotas colombianas como ella se lo están pasando bien, mucho mejor que los solteros. En todas las edades, desde los dieciocho hasta los temibles cincuenta. Al señalar la importancia del pasar de cierta edad se apunta su segundo acierto. La dicha no se acaba pero disminuye, drásticamente. Es probable que el bajonazo en felicidad que experimentan las solteras al llegar al medio siglo -una de cada tres se cae de la nube- se deba a la discriminación que Carolina señala con las tradicionales solteronas. Pero tambien se podría pensar en otras causas objetivas.

Como si hubiera visto esta gráfica, la tía Cecilia, que rozó dos veces el convento, se casó a los cincuenta con un poeta ibaguereño. Las visitas de novios se rotaban por las casas de la familia, donde hubiera chaperones. Esa soltería era con himen. La pedida de mano se hizo a las hermanas, todas menores que ella, y a los cuñados. El matrimonio casi llega a las bodas de cristal (15) y a ella le mejoró mucho el genio, la renovó. Tomó clases de cocina, de francés, de guitarra y de tennis. La separación no fue por cuestiones de ropa íntima sino por indelicadezas financieras de él. Ahí ella perdió algo de empuje. Siguieron viéndose con frecuencia hasta que él murió.

Con un perfil en las antípodas del de la tía, Blanca, solterota madrileña, ejecutiva de relaciones públicas, se casó después de los cincuenta con Joaquín, un periodista viudo, conservador y algo cascarrabias. Él venía enmarcado con Tito, un hijo con síndrome de Down del primer matrimonio y una tía, esa sí solterona, de su difunta. Sin mayores aspavientos, y con ayuda doméstica escasa -diez euros la hora- Blanca se dedicó de lleno a su nueva familia. Nunca la he visto atafagada ni quejumbrosa. Todo lo contrario, es como un ringlete. Y asegura que se siente mucho mejor así que en la marcha con cuarentones antes de Joaquín. Hace unos años me regaló sus libros de Lidia Falcón, una feminista de los setenta. Ahora prefiere coleccionar almorratxas -vasijas en vidrio soplado- catalanas y para esas expediciones el chofer es Joaquín. Se deleita recibiendo gente en su casa, y lidiando a su esposo y a Tito. Fuera de acompañar y consentir a la mujer del hogar, la contribución masculina al trajín doméstico consiste en no hacer mucho reguero, soportar con resignación los días que bajo la mano de hierro femenina les toca hacer limpieza general, recoger la ropa que ella siempre lava, poner la mesa, levantar los platos y desayunar pan con tomate en un café leyendo El País y el Marca. Aún viven juntos y la gran preocupación de Blanca en la vida es no saber quien se hará cargo de Tito cuando ellos falten. Con la historia de los calzoncillos, su comentario sería: "oye, no digas tonterías".

Estos casos sugieren que, si se desea, el bajonazo de los cincuenta es evitable pero, sobre todo, que la pascua de las mozas es ya, en esta época y en ciertos estratos, bastante prolongada. Prácticamente se ha triplicado. En Colombia, mientras dura, es un período durante el cual las solterotas se la pasan mejor que todos y todas, casadas o separadas.

Mª Elvira Samper tiene razón en que el matrimonio se va volviendo una jaula. Pero eso no parece afectar mucho a las casadas, que envejecen campantes. Son ellos los que, con la edad, empiezan a aburrirse un poco. De lo que no habla Mª Elvira es del bajonazo que produce la separación, sobre todo en las décadas críticas, la 3ª y la 4ª, tanto en ellos como en ellas. Sobre ese punto Florence Thomas es aún más decidida, y afirma basada en rigurosos estudios que no comparte, que las mujeres "nacen a ellas mismas después de una separación" y que, por eso, "divorciadas y tan felices".
Sonia, que se divorció en ese tramo de edades, y que después perdió una hija en un accidente, no tiene reparo en admitir que la separación, provocada por una infidelidad de su esposo, fue un golpe aún más duro. En el otro extremo, Nubia, también de cuarenta y tantos, que se consideraba adicta al amor, con dos hijos pequeños, se divorció luego de mucho esfuerzo por arreglar las cosas. Está radiante, por fin trabaja tranquila, dice que lo ha debido hacer hace diez años y ya consiguió un novio fabuloso. En ninguna de las largas charlas que he tenido con ella, antes, durante o después de la separación, el tema de las tareas domésticas salió a relucir. No todas son Sonias, pero tampoco todas son Nubias.

Parecería que sólo la madurez otoñal permite asimilar, parcialmente, la dicha de no lavar calzoncillos. Aún a esas alturas, las casadas que lo siguen haciendo se declaran más felices que las que se liberaron de la cruz. Por encima de los treinta, son más las solteras y casadas muy felices que las separadas. Un tercer hit de Carolina Sanín: mejor la apuesta de solterota que la del fracaso matrimonial.

Para que la doctrina de la solterota resulte verdaderamente robusta requiere un pequeño ajuste: no quedarse sin hijos. Y en ningún caso tener más de dos. Esa fue precisamente la estrategia de Mª Isabel, una compañera de la universidad. Luego de un corto matrimonio con un francés, allá en Lyon, y casi diez años de cuasi soltería en el altiplano, se levantó un bueno para nada, eso sí bien plantado, con quien, antes de despacharlo, simplemente tuvo dos hijos que le atenuaron su severidad y la vacunaron contra la amargura y la soledad de la vejez.

Una amiga cuenta que en su casa trabajaron por muchos años Uvaldina -solterona, amargada, regañona- y Odilia, una solterota. “Era estricta, pero no amargada. Campesina cundinamarquesa, no muy agraciada, era blanca, de cachete rojo, alta y acuerpada, de temperamento fuerte. Tocaba ganársela y tenerla en la mano. Un día –al final de sus treinta- nos dijo que quería tener un hijo, pero no se quería casar. Ni siquiera tenía novio. Prácticamente salió a buscar el mejor postor. Quedó embarazada y el hijo fue la felicidad de su vida. Se retiró de trabajar con la familia, y se fue con su cuñado, a la cooperativa de un club. La última vez que supimos de ella estaba de presidente de la cooperativa, con muchos empleados bajo su mando, una mujer de armas tomar”. Nunca buscó algo más con aquel individuo. Trabajó para mantener a su hijo, y siempre tuvo conciencia que era una responsabilidad de ella nada más. “El papá del niño fue un simple donante” decía con orgullo.

Lo otro que queda claro es que el matrimonio sin hijos como que no cuaja, sobre todo por el lado de ellas. Casada sin hijos se asemeja peligrosamente al gremio de las separadas, o al de las solteras con más de tres. Con la separación, lo más probable es que los hijos y el talego grande de ropa sucia se queden con ella. Los calzoncillos que no se fueron, de menor talla y mayor reteñido, podrían ser la causa del golpe negativo que produce la separación en ellas. Ese punto lo deberían investigar algunas etnógrafas concienzudas.

Aún bajo el peor escenario para él, un nirvana para ella, que todos los calzoncillos y las tareas domésticas queden bajo responsabilidad masculina, es fácil argumentar que la teoría no da un brinco. En un país como Colombia, con tanto subempleo informal femenino, ese drama no conmueve a nadie. Y no debe alterar un ápice la tasa de divorcios. El lavado de ropa, y en general el manejo de la casa, visto desde el lado de quienes pierden sus prerrogativas cuando vuelven a vivir sólos, nunca es el fin del mundo. No se oyen quejas serias en ese sentido. A pesar de haber lavado ropa en laundromat -uno de los mejores sitios para flirtear en el destierro- cuando viví sólo en Bogotá como soltero o separado, me las arreglé perfectamente con María, sonsacada de la casa materna. Con ella tuve siempre una excelente relación, mejor que las rivalidades femeninas que le provocaban mis hermanas o mi mamá.

La misma lógica aplica en el otro sentido. Antes de volverse a casar, Mª Isabel se vanagloriaba de no necesitar marido, pues todos los sábados el maestro Becerra le arreglaba los enchufes, le colgaba cuadros, le limpiaba el garaje, le lavaba el carro. Además, Becerra no gruñía sino que lo hacía todo con gusto, silbando. Como Dioselina, buen primor.
La idea de la separación tan chévere que se promueve con ligereza es menos apreciada por las colombianas que la unión libre, que, a su vez, se asocia bastante menos con la felicidad que el matrimonio, tan démodé. Aunque su incidencia es menor entre la clase alta, es ahí donde mejores credenciales parecen tener los pactos sin atadura. Pero ni siquiera allá tan arriba la unión libre alcanza la hinchada que conserva el matrimonio.

El perfil por estratos y por edades de quienes viven en unión libre permite sospechar que, entre otros usos, es esa la institución a la que se recurre en Colombia para los romances inter estrato, tipo cenicienta, cuando van más allá del motelazo. Eso ya lo había señalado Virginia Gutiérrez hace varias décadas. El 5% de excedente de hombres en las uniones libres del estrato alto coincide bien con un superávit femenino similar en las de estrato bajo. Se podría pensar en la historia de amor entre él, joven ejecutivo, y ella, aún más joven y de extracción popular. Es la democratización del novelón de la reina y el mafioso, pero él mejor educado. Algo como una Gaviota que da el paso a la convivencia. Se entiende que a esas historias el discurso combativo les tenga hartera. No son violaciones, tal vez hay poca violencia doméstica, no se enmarcan dentro de la trata de mulatas por misteriosas mafias, ni tampoco son una extensión del derecho de pernada. Algunas, de pronto, son promovidas por unas muachitas vivas y arribistas. Qué camello abordar casos que no encajan en las ideologías de moda. Además, en eso del romance inter estrato sí que son difíciles las empatías entre géneros. Mejor ni hablar.

Igual de ilustrativo sobre lo que puede estar ocurriendo es el dato de los "muy felices" entre quienes viven en unión libre, dependiendo del número de hijos. No sorprende que el cuasi matrimonio a la colombiana sea la cresta de la ola para ellos, pero siempre que no haya hijos. La prole en la unión libre es lo que los baja abruptamente, a ellos, de la estratosfera. Para ellas, es más la prolongación de una relación que empieza a preocuparlas a partir del tercer hijo.
Un punto revelador en esta encuesta sobre la naturaleza del matrimonio es que el aumento del número de hijos produce más satisfacción en las mujeres casadas que en las separadas o las de unión libre.

La de los jockey, boxer o punto blanco sucios se perfila como otra teoría barata que toca revaluar. Incluso en el departamento del lavado y planchado se pueden imaginar escenarios que, tal vez, estén más cerca de las cuitas reales de algunas colombianas casadas. Por misteriosas razones, ciertas situaciones -como las infidelidades, epidémicas en algunas regiones y devastadoras en buena parte de los casos reales- aún no clasifican para la agenda de preocupaciones del feminismo mediático.
Algunas prioridades de la lucha -la violencia machista, el tráfico de seres humanos, el lenguaje correct@, el aborto, el acoso sexual callejero, darle palo a los curas- se han importado enteritas, sin la adecuada adaptación a las tradiciones y costumbres locales. Las señoras de antes, menos estudiadas pero más sabias en muchos aspectos, tenían en su lista varias preocupaciones que siguen siendo más pertinentes. De todas maneras, y para volver al tema crucial, cuando uno se queda sólo y toca hacer oficio, es fácil y reconfortante soñar, arrullado por la lavadora.


Nota: Con las caricaturas de esta historia, tomadas de un libro francés, se aprecia que ni siquiera el de los calzoncillos sucios es un rollo autóctono.

Misoprostol y listo


En la tradición hindú hay dos palabras para la justicia: niti y nyaya. La primera es la búsqueda de perfección institucional.  Nyaya es justicia efectivamente lograda. Las instituciones son importantes, pero se deben evaluar por su impacto real. Para Amartya Sen, sólo con nyaya –cada vez más factible por la tecnología- es posible detectar y corregir injusticias. Esta labor, según él, es más pertinente que la de refinar el niti.
El debate sobre aborto en Colombia ha sido más niti que nyaya. Puro tilín. El último round lo confirmó. Sobre una situación de excepción se discutieron ideas trascendentales para la Constitución, o para evitar el fin de la sociedad laica. Aún en tal Bizancio, fue un alivio el hundimiento del proyecto conservador, que casi pasa. Pero como victoria es pírrica. Se evitó la ilegalidad de unos 300 abortos anuales, como el 0.2% del total. ¿Y el 99.8% restante? 

La discusión dejó perlas: el proyecto atentaba contra la vida de las mujeres; millones de compatriotas irían a la cárcel; las violadas pagarían, además, cadena perpetua. La realidad es que en el país las investigaciones penales por aborto son exiguas, menos de 500. Una fracción pasa a juicio y aún menos a condena. A la colombiana, es una ilegalidad en el papel. La fiscalía ha estado más alerta contra el aborto a partir del 2006, año de la sentencia de la Corte. Nada grave, pero la señal es clara: mejor discreción nyaya que escándalo niti.
El proyecto antiaborto no lo frenaron sólo los argumentos. También se hundió por el tuiterazo, que le ganó el pulso a la amenaza retrógrada. Miles de ojos virtuales sobre los congresistas tienen poder real. La tecnología de comunicaciones y del aborto, la posibilidad de hacer política desde la base, la sabiduría hindú y esa cantidad de abortantes en el limbo llevan a una propuesta simple. En lugar de tanto esfuerzo por la perfección jurisprudencial, por el niti para el 0.2%, ¿no sería mejor pasar al nyaya para el 99.8%? ¿Por qué no reorientar la energía a apoyar esa multitud de transgresoras –no a pobretiarlas- y a buscar que por esa trocha ya abierta cualquier pareja colombiana, por la razón que sea, pueda decidir sobre su embarazo?

La meta es simple: ninguna mujer que quiera una IVE debe verse impedida. Importan las que no pueden hacerlo, las que sufren complicaciones y las que persigue la fiscalía. Son muy pocas, y esas son las tres injusticias que toca erradicar. Las que abortan, 150 o 400 mil al año, más precursoras que víctimas, confirman que el estatus legal es sólo simbólico.

Es un desacierto usar algo tan íntimo como bandera política y anticlerical. Los datos sugieren que entre quienes han abortado, puede haber mujeres muy creyentes, incluso opuestas a la legalización. Es torpe marginarlas, son el caballo de Troya.
El peor error ha sido desdeñar el cambio en la tecnología del aborto, y la drástica reducción del riesgo. Sea cual sea el número, el problema es cada vez menos de salud pública. Se debería redefinir como de salud íntima. Además de la píldora del día después, existe el misoprostol. Está autorizado con receta, pero se consigue fácilmente y tiene su sanandresito virtual. Por menos de 20 dólares, el tratamiento -dos dosis de aplicación vaginal- se puede hacer hasta la novena semana (detalles aquí). Produce sangrado y cólicos. Es difícil distinguirlo del aborto espontáneo y los riesgos para la mujer son similares. Requiere médico si hay fiebre, síntoma de infección, o si el cólico persiste por varios días, lo que indica que el aborto fue incompleto.

Si falla el procedimiento, existe riesgo de malformación congénita. Supongo que el caso quedaría cubierto por la jurisprudencia. Así, el aborto farmacológico privado se blanquearía al fallar. Hay un abismo entre el actual mensaje fatalista “no lo haga porque se muere” y uno más amigable: “hágalo, asegúrese que funcionó y, si le falla, su situación ya es legal”. La experiencia brasilera muestra que las mujeres, entre ellas, aprenden a administrarlo y a reducir el riesgo, que es significativamente inferior al de los métodos invasivos. En lugar de insistir en cifras absurdas de miles de muertes anuales, cuando no pasan de 70, sería útil divulgar los riesgos de las distintas opciones y promover la más segura, personal y discreta, el misoprostol.

El Titanic del antiaborto se podría celebrar con un CAVHA (Centro de Acopio Virtual de Historias de Aborto) y redes de apoyo a las usuarias del misoprostol. Sin discusiones bizantinas, un inventario de casos, nada criminales, masivos y con riesgo decreciente, sería el q.e.p.d. de una legislación arcaica. Por tortuosa, no comparto la estrategia de trivializar uno de los criterios contemplados por la jurisprudencia. Es un campo minado que exige cómplices e incentiva la objeción. La búsqueda de médicos para certificar que cualquier embarazo es de alto riesgo no ha tenido acogida entre las abortantes. Son muchas más las que han optado, tras su decisión, por lo que la tecnología ya permite: el aborto privado, casero, barato, de bajo riesgo y sin intermediarios. Hay que apoyar a las miles de mujeres que llegan al sistema de salud después del misoprostol. Invitarlas a exigir atención médica sin hablar del fármaco, como si fuera un aborto espontáneo. O tranquilizarlas si quieren contar, pues en tal caso lo común es que el médico lo ignore en la historia clínica. 

En cuanto a la penalización, el temido lobo feroz es desdentado, y se puede mantener así. Con tuiterazos y redes sociales vigilantes a ningún fiscal le interesará emprender una acción penal. Por una vez en Colombia, una impunidad es inocua y bienvenida.

El reciente campanazo hizo evidente que en lugar de tanto tilín, es urgente animar -no asustar- a las que hacen paletas. Y camino al andar, pues al abortar con misoprostol están apropiándose sin retórica de sus derechos reproductivos, y consolidando la legalización de facto. Más nyaya, no más niti.