martes, 18 de octubre de 2011

Misoprostol y listo


En la tradición hindú hay dos palabras para la justicia: niti y nyaya. La primera es la búsqueda de perfección institucional.  Nyaya es justicia efectivamente lograda. Las instituciones son importantes, pero se deben evaluar por su impacto real. Para Amartya Sen, sólo con nyaya –cada vez más factible por la tecnología- es posible detectar y corregir injusticias. Esta labor, según él, es más pertinente que la de refinar el niti.
El debate sobre aborto en Colombia ha sido más niti que nyaya. Puro tilín. El último round lo confirmó. Sobre una situación de excepción se discutieron ideas trascendentales para la Constitución, o para evitar el fin de la sociedad laica. Aún en tal Bizancio, fue un alivio el hundimiento del proyecto conservador, que casi pasa. Pero como victoria es pírrica. Se evitó la ilegalidad de unos 300 abortos anuales, como el 0.2% del total. ¿Y el 99.8% restante? 

La discusión dejó perlas: el proyecto atentaba contra la vida de las mujeres; millones de compatriotas irían a la cárcel; las violadas pagarían, además, cadena perpetua. La realidad es que en el país las investigaciones penales por aborto son exiguas, menos de 500. Una fracción pasa a juicio y aún menos a condena. A la colombiana, es una ilegalidad en el papel. La fiscalía ha estado más alerta contra el aborto a partir del 2006, año de la sentencia de la Corte. Nada grave, pero la señal es clara: mejor discreción nyaya que escándalo niti.
El proyecto antiaborto no lo frenaron sólo los argumentos. También se hundió por el tuiterazo, que le ganó el pulso a la amenaza retrógrada. Miles de ojos virtuales sobre los congresistas tienen poder real. La tecnología de comunicaciones y del aborto, la posibilidad de hacer política desde la base, la sabiduría hindú y esa cantidad de abortantes en el limbo llevan a una propuesta simple. En lugar de tanto esfuerzo por la perfección jurisprudencial, por el niti para el 0.2%, ¿no sería mejor pasar al nyaya para el 99.8%? ¿Por qué no reorientar la energía a apoyar esa multitud de transgresoras –no a pobretiarlas- y a buscar que por esa trocha ya abierta cualquier pareja colombiana, por la razón que sea, pueda decidir sobre su embarazo?

La meta es simple: ninguna mujer que quiera una IVE debe verse impedida. Importan las que no pueden hacerlo, las que sufren complicaciones y las que persigue la fiscalía. Son muy pocas, y esas son las tres injusticias que toca erradicar. Las que abortan, 150 o 400 mil al año, más precursoras que víctimas, confirman que el estatus legal es sólo simbólico.

Es un desacierto usar algo tan íntimo como bandera política y anticlerical. Los datos sugieren que entre quienes han abortado, puede haber mujeres muy creyentes, incluso opuestas a la legalización. Es torpe marginarlas, son el caballo de Troya.
El peor error ha sido desdeñar el cambio en la tecnología del aborto, y la drástica reducción del riesgo. Sea cual sea el número, el problema es cada vez menos de salud pública. Se debería redefinir como de salud íntima. Además de la píldora del día después, existe el misoprostol. Está autorizado con receta, pero se consigue fácilmente y tiene su sanandresito virtual. Por menos de 20 dólares, el tratamiento -dos dosis de aplicación vaginal- se puede hacer hasta la novena semana (detalles aquí). Produce sangrado y cólicos. Es difícil distinguirlo del aborto espontáneo y los riesgos para la mujer son similares. Requiere médico si hay fiebre, síntoma de infección, o si el cólico persiste por varios días, lo que indica que el aborto fue incompleto.

Si falla el procedimiento, existe riesgo de malformación congénita. Supongo que el caso quedaría cubierto por la jurisprudencia. Así, el aborto farmacológico privado se blanquearía al fallar. Hay un abismo entre el actual mensaje fatalista “no lo haga porque se muere” y uno más amigable: “hágalo, asegúrese que funcionó y, si le falla, su situación ya es legal”. La experiencia brasilera muestra que las mujeres, entre ellas, aprenden a administrarlo y a reducir el riesgo, que es significativamente inferior al de los métodos invasivos. En lugar de insistir en cifras absurdas de miles de muertes anuales, cuando no pasan de 70, sería útil divulgar los riesgos de las distintas opciones y promover la más segura, personal y discreta, el misoprostol.

El Titanic del antiaborto se podría celebrar con un CAVHA (Centro de Acopio Virtual de Historias de Aborto) y redes de apoyo a las usuarias del misoprostol. Sin discusiones bizantinas, un inventario de casos, nada criminales, masivos y con riesgo decreciente, sería el q.e.p.d. de una legislación arcaica. Por tortuosa, no comparto la estrategia de trivializar uno de los criterios contemplados por la jurisprudencia. Es un campo minado que exige cómplices e incentiva la objeción. La búsqueda de médicos para certificar que cualquier embarazo es de alto riesgo no ha tenido acogida entre las abortantes. Son muchas más las que han optado, tras su decisión, por lo que la tecnología ya permite: el aborto privado, casero, barato, de bajo riesgo y sin intermediarios. Hay que apoyar a las miles de mujeres que llegan al sistema de salud después del misoprostol. Invitarlas a exigir atención médica sin hablar del fármaco, como si fuera un aborto espontáneo. O tranquilizarlas si quieren contar, pues en tal caso lo común es que el médico lo ignore en la historia clínica. 

En cuanto a la penalización, el temido lobo feroz es desdentado, y se puede mantener así. Con tuiterazos y redes sociales vigilantes a ningún fiscal le interesará emprender una acción penal. Por una vez en Colombia, una impunidad es inocua y bienvenida.

El reciente campanazo hizo evidente que en lugar de tanto tilín, es urgente animar -no asustar- a las que hacen paletas. Y camino al andar, pues al abortar con misoprostol están apropiándose sin retórica de sus derechos reproductivos, y consolidando la legalización de facto. Más nyaya, no más niti.